
Fue un show íntimo en un lugar enorme. El Movistar Arena suele ser tierra de histeria y celulares en alto, pero la noche del 2 de junio fue distinta. El estadio porteño vivió una presentación atípica con la llegada de Norah Jones. Lo que presentó fue, técnicamente, un recital. Pero la palabra queda corta. Lo suyo no tiene la espectacularidad de una diva pop ni la pirotecnia de un frontman de estadio. Y eso es lo que hace tan hipnótica su presencia. Se para frente al piano, canta “What Am I To You” y, sin necesidad de levantar la voz, ya todos la están escuchando como si les hablara al oído.
Jones no vino sola. Trajo bajo el brazo Visions, su noveno disco de estudio. Un trabajo que, como ella misma explicó, nació en la frontera entre el insomnio y el sueño: “Muchas de las ideas surgieron en medio de la noche o en ese momento justo antes de dormir. Me gusta la crudeza entre Leon [Michels] y yo. Suena algo garagero, pero también conmovedor”. Ese es exactamente el corazón del álbum, un soul perdido en algún bar de Nueva Orleans.



El repertorio no se quedó en lo nuevo. Hubo lugar para los clásicos, como “Don’t Know Why”, “Turn Me On” y “Come Away With Me” que fueron recibidos como viejos amigos. Pero lo que sorprendió fue cómo incluso las canciones menos conocidas, como “Queen Of The Sea” o “Hurts To Be Alone”, lograron ese efecto de familiaridad inmediata. Quizás sea porque, a esta altura, la voz de Jones ya forma parte del inconsciente colectivo de una generación entera.

Lo que se escuchó en el Movistar Arena fue un collage sonoro que, sin proponérselo, terminó rindiendo tributo al renacimiento jazzístico de Buenos Aires. En un contexto donde el género parecía condenado al esnobismo de los coleccionistas, algo está cambiando. Basta con pasar por La Biela, Thelonious Club o la renovada escena de bares en Villa Crespo para notar que el jazz está, otra vez, entre nosotros. Y el show de Norah funcionó como validación internacional de ese fenómeno.