
Si existe una fórmula para crear un gran álbum, Radiohead nunca la reveló. Quizás ni siquiera la buscó. En su lugar, se entregó al caos, a la insatisfacción, al impulso de destruirse para volver a construirse. Algo de suerte pudo haber intervenido, pero no hay azar que explique la grandeza de una banda que, una y otra vez, cambió el curso de la música en cada una de sus eras. Todas tienen su propio mito. Pablo Honey (1993) fue el primer esbozo de su identidad, con “Creep” convirtiéndose en un hit accidental de los 90. OK Computer (1997), que los convirtió en ganadores de un Grammy. Y Kid A (2000), con su ruptura del rock convencional, sentó las bases de un nuevo sonido en el siglo XXI.
Pero antes de que al grupo se le otorgara el apodo de “visionarios”, hubo un punto de quiebre, un momento en el que dejaron de ser las “promesas del britpop”. Ese momento se llama The Bends (1995). No había duda, tampoco incertidumbre, solo la certeza de que estaban destinados a algo más grande. Una obra que marcó el verdadero nacimiento de la banda, que conjugó la angustia con la belleza, transformó la distorsión en un lenguaje emocional y le permitió a Thom Yorke canalizar su sensibilidad en una voz que ya no se refugiaba en el grito, sino que encontraba poder en la fragilidad.
Estaban negados a ser una banda de un solo tema, fue la respuesta al estancamiento, el rechazo al mainstream y la búsqueda de algo más profundo, más oscuro, más suyo. Mientras Oasis y Blur dominaban la cultura mainstream, el grupo parecía caminar por un sendero solitario, alejado de las tendencias impuestas. Un proyecto que es, en muchos sentidos, la negación de las expectativas: un collage que explora la angustia existencial y la alienación, a través de todas las emociones que el ser humano puede experimentar.
Su creación no fue un proceso sencillo. A medida que la banda se metió de lleno en las sesiones de grabación, las tensiones entre sus miembros, la ansiedad de dar con el sonido perfecto y la presión de la industria empezaron a sentirse como una carga. Durante dos largos meses de 1994, lucharon con sus propias inseguridades y frustraciones, mientras el estudio RAK en Londres se convertía en su campo de batalla. Los primeros avances fueron lentos, el desgaste emocional se apoderaba, y el proceso parecía no llevarlos a ninguna parte. Pero, como suele suceder con el arte genuino, la crisis se transformó en oportunidad.
Todo se remontó cuando Yorke, a pesar de las dificultades, apareció con canciones que, según el productor Paul Kolderie, eran "mejores que cualquier cosa que habían escuchado en Pablo Honey". La fórmula comenzó a gestarse, y con ello, las bases de un sonido que pondría a la banda en un camino irrepetible hacia la evolución musical. Cada miembro comenzó a dominar su rol: Thom, con su guitarra y letras, Jonny Greenwood con su obsesión por experimentar con nuevos sonidos, y Ed O’Brien, que aportaba las texturas y los efectos que definían el aire etéreo del disco. En este punto, Radiohead ya se estaba transformando en la entidad única que todos conocemos.
En el corazón de este trabajo se encuentran canciones como “My Iron Lung”, que encapsula la lucha interna contra las expectativas y la presión del éxito; “Fake Plastic Trees”, una pieza que explora la alienación en un mundo superficial, despojándose de cualquier pretensión, casi agridulce; y “Killer Cars”, la culminación de un sentimiento de total desesperanza. Lo más curioso de The Bends es que, a pesar de su reinvención, nunca fue un álbum que buscó el aplauso fácil. Mientras el britpop seguía siendo el protagonista de la escena, Radiohead no intentó encajar en esa corriente. Su sonido era otro, distinto y desafiante, una combinación de géneros que desbordaba a aquel rock convencional. Fue precisamente esta búsqueda constante de algo diferente lo que lo definió como un trabajo de culto.
La portada, obra del colaborador de siempre Stanley Donwood, también es una manifestación visual de lo que intentaban transmitir: el hombre de la reanimación cardiopulmonar que aparece en la imagen es la personificación de la agonía y el éxtasis, dos conceptos que coexisten a lo largo de todo el disco. El arte, al igual que la música, nos habla de un estado liminal, de un estar entre dos mundos; el de la lucha por la supervivencia emocional y el de la belleza pura, aunque atormentada.Al igual que un buen vino, The Bends no hizo más que mejorar con el paso del tiempo. Aunque en su lanzamiento no obtuvo el éxito comparable al de otros discos de la época, su estatus fue creciendo con los años. Hoy, tres décadas después, sigue siendo una obra clave para todo melómano.