
El tiempo tiene una forma extraña de medirse cuando de música se trata. No son los días, ni los años, ni las décadas los que importan, sino las canciones, los recuerdos, los instantes donde una melodía nos atraviesa y nos convierte en otra persona. De chica, sus letras formaban parte de un idioma que aún no comprendía del todo. Tal vez, era el hecho de que todavía no había vivido lo suficiente como para reconocer la historia de un gran amor, la pérdida, la nostalgia de una ciudad santafesina que nunca pisé pero que sentía propia. Sin embargo, su música siempre llegaba hacia mí: un lenguaje que todavía no podía decodificar pero que, de algún modo, ya entendía. Y es que, reconocía en él una forma inconfundible de emocionar.
Toda banda sonora de una película está seleccionada por un supervisor musical. En mi caso, desconozco quién dirigió el soundtrack de mi infancia y puso las canciones de Fito Páez en mi walkman. Todo apunta a que la principal responsable fue mi mamá. Pero, si debo admitir mi propia culpa, no había momento más emocionante que cuando me ponía los auriculares y sonaba “La rumba del piano”. Algo en ese tema me hacía sonreír, hasta me resultaba familiar. Intuía su debilidad por aquel instrumento, el mismo que también me hacía feliz a mí. "Mi piano un poco soy yo, yo soy un poco de él / Hermanos en la prisión, viajando en un carrusel", repetía en mis clases de teatro sin saber que, años después, descubriría en esos versos una verdad: hay canciones que nos pertenecen tanto como nosotros a ellas.
Lo cierto es que pocos artistas logran estar presentes en tantas etapas de una vida. Sonó en el taxi de mi abuelo en Manhattan y en la radio del auto familiar rumbo a la costa. Estuvo en el nacimiento de mi hermano y en la despedida de mi amiga que partió a España. Me sostuvo en la euforia del primer amor y en el abismo de aquel beso que nunca fue. Me dio una certeza en el primer día de facultad y una especie de consuelo en el último día de un trabajo que creí eterno. Lo escucho en la voz de mis amigos, del chico del tren Mitre que canta “11 y 6” como si la hubiera escrito él y en los parlantes de un bar anónimo en medio de Buenos Aires. Porque él está ahí, siempre, dispuesto a recordarme que la vida es un carrusel de emociones que giran sin permiso, que nos interpelan sin previo aviso.
En sus canciones coexisten la alegría y la melancolía, la irreverencia y la dulzura. Si hay algo que no se puede decir con un tema de Fito, entonces aún no lo descubrí. Como persona que estuvo presente en mi historia desde muy temprana chica, se convirtió en una suerte de maestro involuntario. En más de una ocasión, tomé prestadas sus palabras para dar sentido a mis emociones. "Tu amor cambió mi vida porque todo lo que te hace bien siempre te hace mal", canta en “Tumbas de la gloria”, y pocas veces escuché una definición del amor tan certera como esa.

También me enseñó sobre política, memoria e identidad. No se puede pensar el rock en español sin su figura. Con más de 40 años de trayectoria, 28 álbumes de estudio (y uno en camino), su carrera lo llevó desde la trova rosarina hasta los Grammy, convirtiéndolo en testigo y protagonista de la industria musical de América Latina. Nunca rompió con sus raíces, nunca renegó de su historia. En su música viven Charly García, Luis Alberto Spinetta, Fabiana Cantilo. A diferencia de otros, no buscó el quiebre, sino la continuidad. Construyó sobre lo que otros iniciaron y lo elevó para llevarlo como bandera.
Hace poco leí un artículo de Página 12, donde Mauro Greco señalaba cómo en su cancionero hay una presencia recurrente: el corazón. "Yo vengo a ofrecer mi corazón", "Ciudad de pobres corazones", "Corazón clandestino", "Y dale alegría a mi corazón". El periodista intentaba encontrar un sentido en la repetición de esta palabra, delegando todo a la casualidad. Una especie de capricho de la lengua. A lo mejor no sea una coincidencia. Quizás, en un país de heridas abiertas, el señor Paez entendió que la única manera de sanar es a través de lo más humano, de lo que late, de lo que siente.
Feliz cumpleaños, Fito.
Gracias por darle tanta alegría a nuestros corazones.