
Pasaron casi diez años desde aquella presentación a plena tarde en el Lollapalooza 2015, donde St. Vincent era apenas una rareza neoyorquina que intentaba escribir su nombre en el mármol frío del mainstream argentino, presentando su disco homónimo que le aseguró su primer Grammy. Venía de años de búsqueda, había empezado tímidamente en 2007, creció al calor de Actor y Strange Mercy, y saltó a otra órbita en 2012 cuando grabó Love This Giant con David Byrne. La segunda, en 2019, fue una mejora pero no una consagración. En el escenario Alternative del mismo festival, Annie Clark desplegó su talento en menos de 60 minutos, atada a la estética de Masseduction. El talento era innegable. La ejecución, impecable. Pero el impacto aún no alcanzaba la estatura que su figura ya tenía en la cultura global.
En estos últimos seis años dejó de ser solo una gran guitarrista o una cantante inquieta. Se convirtió en un concepto. Una estrella que juega en tres dimensiones: lírica, sonido e imagen. Su tercera visita a Buenos Aires fue la vencida, y el Complejo C Art Media finalmente le otorgó lo que le debía, su propio espacio. El show del 29 de mayo selló, al fin, ese pacto tácito entre la artista y una ciudad porteña que, por años, la había aplaudido a destiempo. Y no lo hizo sola, eligió abrir la noche con Kim Gordon, la leyenda de Sonic Youth, que cargó el ambiente con una distorsión densa y elegante, para preparar el terreno.
Desde la obertura teatral con “Reckless”, quedó claro que no vino a repetir fórmulas. Vestida como un personaje de David Lynch en technicolor, arrancó con una frase que desarmó al público: “Hola guapas y guapos”. Annie hablaba en español. O al menos, lo intentaba. “Fue durante mis viajes a México y Sudamérica que comprendí la profunda conexión que la gente tiene con la música, aunque no hablen inglés”, explicó en una entrevista reciente con Billboard Argentina, justificando la decisión de lanzar Todos Nacen Gritando, la versión regrabada de All Born Screaming. Este disco fue la excusa perfecta para volver a pisar el país una vez más.


Dueña de una de las manos derechas más versátiles del rock contemporáneo, tocó como si fuera su último show. En el galpón recostado sobre la Avenida Corrientes sonaron temas como “Broken Man”, “Fear the Future”, “Los Ageless” y “Cheerleader”, entre otros de su repertorio cambiante. Sobre el escenario, la acompañó una banda precisa: guitarra, bajo, piano y batería. Una pantalla ubicada al fondo completaba la escena, proyectando fragmentos líricos en loop, distorsiones visuales y colores saturados.
La sexualidad atraviesa la narrativa de todo el espectáculo. Ella misma parece saberse contradictoria. Construye una tensión constante entre lo que se espera y lo que elige mostrar. Su figura evoca, por momentos, la elegancia contenida de una estrella del Hollywood clásico; pero basta con que tome el micrófono para que esa fachada se desmorone en una erupción de gestos viscerales, gritos, gemidos y bailes eróticos. Lo sofisticado y lo grotesco se mezclan sin pudor, como si en esa dualidad habitaran nuevas formas de libertad.
Durante la introducción de “Sugarboy”, su bajista la abofetea y le tira del pelo, mientras ella se deja llevar. Más tarde, se lanza en andas sobre sus seguidores mientras canta “New York”, flotando sobre una marea humana que la recibe con euforia. Cuando vuelve al escenario, no duda: lanza la guitarra hacia el público como quien ofrenda una parte de sí misma. También hubo espacio para la ternura. En “Violent Times”, compartida recientemente con Mon Laferte, cantó versos en nuestra lengua. “Mi español es terrible”, se excusó.

En total fueron 16 canciones. Ninguna de su primer disco, Marry Me, pero no hizo falta. Era un show de presente, no de nostalgia. La presentación de una artista en su pico creativo, que ya no necesita esconderse tras artificios irónicos. Cerrando el recital, Clark subió nuevamente al escenario, fumó un cigarrillo robado del público, y con una lata de cerveza en la mano cantó “Candy Darling” como un adiós temporal.