
Por Claudia Assef / Billboard Brasil
La frase «Los monstruos nunca mueren» apareció en la pantalla en inglés (monsters never die), marcando el inicio del quinto y último acto de la noche, con el emblemático «Bad Romance». Comienzo este análisis con el cierre del show porque Lady Gaga es un ser humano complejo, lo que me permite tomar esta licencia poética. No solo en la pantalla, sino también en el escenario, la cantante pronunció esas palabras tras ser «resucitada» sobre una camilla, rodeada por cuatro figuras extrañas vestidas como enfermeros. Este momento me hizo dar cuenta de una referencia crucial que recorre todo el espectáculo: la pintura El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch, que data de entre 1505 y 1510.
Como en el show de Copacabana, esta obra, que actualmente se exhibe en el Museo del Prado de Madrid, se divide entre microcosmos que representan el cielo y el infierno, la luz y la sombra. En ambas, la sombra tiene un papel predominante, tanto en la pintura de Bosch como en la puesta en escena de nuestra Mother Monster.
Al igual que cualquier ser humano, Gaga encarna una dualidad: entre la excitación y la furia, entre la dulzura y la maldad. Con la misma soltura con la que baila junto a un esqueleto en «Zombieboy», minutos después se sienta al piano para interpretar la emotiva «Shallow», transformándose en la inocente joven de la película Nace una estrella.
Uno de sus más grandes éxitos, «Poker Face», se presenta sobre un tablero de ajedrez, donde los bailarines actúan como las piezas. Al final, Gaga derrota a su oponente y la entierra en una fosa de arena. Luego, mira a la cámara, hace el símbolo de la «pata» para sus seguidores y lanza besos. Una combinación entre lo médico y lo monstruoso, que bien refleja la atmósfera de Copacabana.
Lejos de ser un análisis psicológico, este texto es una interpretación personal del espectáculo que ha quedado en la historia como el segundo más multitudinario realizado hasta la fecha en Copacabana, con una audiencia estimada de 2,1 millones de personas.
Con este logro, Mayhem On The Beach, el nombre oficial del evento, que los brasileños apodaron «Gagacabana», superó la marca de 1,6 millones de asistentes del Celebration Tour de Madonna en 2024, un hito en la serie de eventos Todo Mundo no Rio, que promete seguir llevando megashows a la ciudad, beneficiando tanto a la cultura como a la economía local. En términos de público, el show solo fue superado por el famoso concierto de Año Nuevo de Rod Stewart en 1994, que convocó a 4,2 millones de personas. Para quienes pensaban que Gaga solo atraería a un público de LGBTs y «excluidos», la multitud que llenó la playa demostró que su capacidad para oscilar entre «el bien y el mal» es lo que la convierte en un reflejo de todos nosotros.


Una ópera oscura, pero romántica
El espectáculo, dividido en cinco actos y con un repertorio que abarcó diversas etapas de la cantante, se desarrolló como una gran ópera. La banda, digna de un show de metal, dio la impresión de estar orquestando un evento monumental. El baterista Tosh Peterson, de 24 años, fue el encargado de dar vida a los intensos ritmos con su enérgica interpretación, evocando a Dave Grohl en los primeros días de Nirvana. El tono gótico, punk, electrónico y a veces incluso progresivo de la banda estuvo completamente alineado con la narrativa del espectáculo, que se construyó como una historia que mezcla elementos de terror, comedia, drama y romance. Mayhem on The Beach acercó a Gaga aún más a sus seguidores brasileños, quienes ella definió como «familia».
«Gracias por nunca haberse rendido conmigo. Habría regresado antes si hubiera podido. Me enviaron tanto amor. La música puede cambiar vidas. Las comunidades pueden cambiar vidas. La primera vez que vine, nos hicimos amigos. Ahora, somos familia», expresó, visiblemente emocionada, en una de sus muchas declaraciones durante la noche.

Como una coach de superación que cuida a sus pacientes sin juzgarlos, Gaga hizo una declaración de amor hacia Brasil desde el principio del show: al lucir un atuendo verde y amarillo, al llamar al escenario a un intérprete para traducir un discurso escrito a mano, y cuando su cuerpo de baile subió al escenario con camisetas de la selección nacional.
Musicalmente, el show recorrió, como la obra de Bosch, un viaje de la luz a la sombra: desde el infierno electrónico hasta la melodía de una pareja enamorada, desde la música disco hasta el heavy metal, del pop sofisticado hasta la ópera. En Copacabana, fuimos testigos de un manifiesto apasionado de una artista que, aunque pueda tambalear, nunca pierde el equilibrio. Los monstruos nunca mueren, simplemente renacen más fuertes.
Esta historia se publicó originalmente en Billboard Brasil.