
Boris Claudio Schifrin nació en Buenos Aires en 1932, pero su verdadera ciudadanía artística estaba en otro lado. No respondía a coordenadas geográficas sino a un conjunto de pasiones: el jazz, la música de cámara, el cine. Su padre, concertino de la Filarmónica de Buenos Aires, fue quien lo sentó al piano por primera vez, pero la educación real llegó después, entre grabaciones de Thelonious Monk, estudios en la Universidad de Buenos Aires y un salto decisivo al Conservatorio de París, donde terminó de desarrollar esa mirada inquieta.
A comienzos de los años 60, su nombre empezó a circular cuando Dizzy Gillespie lo invitó a sumarse como pianista y arreglador. La sociedad entre ambos derivó en Gillespiana, una suite que todavía hoy se considera uno de los cruces más logrados entre la improvisación jazzera y el lenguaje sinfónico. Instalado en Nueva York, en el mientras tanto, trabajó como arreglador junto a Stan Getz y Sarah Vaughan. En 1963 decidió mudarse a California, convencido de que la música para cine le permitiría seguir ampliando sus recursos.
La apuesta resultó acertada y en 1967 fue nominado por primera vez al Oscar por la banda sonora de Cool Hand Luke, y desde entonces su firma apareció de manera constante en los créditos de películas y series que marcaron época. Composiciones para The Fox, The Amityville Horror, Dirty Harry, Coogan’s Bluff, The Sting II o Voyage of the Damnedevidencian un rasgo distintivo que atraviesa su filmografía: ritmos tensos, orquestaciones que esquivan el lugar común, una comprensión afinada del tiempo narrativo y una notable economía de recursos para crear climas con pocos elementos.
El mayor reconocimiento masivo llegó con Misión: Imposible, serie que se emitió entre 1966 y 1973. Su creador, Bruce Geller, le había pedido una música que se reconociera al instante, incluso si el espectador estaba lejos del televisor. Schifrin respondió con una pieza escrita en compás irregular, inusual para el horario central, que se convirtió en una de las melodías más identificables de la cultura pop. Ese tema le valió dos premios Grammy en 1968 -mejor tema instrumental y mejor banda sonora original- y fue reversionado décadas más tarde para la franquicia cinematográfica encabezada por Tom Cruise. La versión remixada por integrantes de U2 volvió a escalar en los rankings y revalidó el impacto intergeneracional de la obra original.
Sin embargo, su aporte va mucho más allá de esa pieza. También fue responsable del tema de Mannix, que ayudó a consolidar el éxito de la serie durante ocho temporadas, y compuso música para Starsky & Hutch, The Man From U.N.C.L.E., T.H.E. Cat y Medical Center. Su campo de acción era amplio, pero nunca difuso. Podía escribir para cuerdas o secciones de metales con igual soltura, crear atmósferas introspectivas o secuencias de acción cargadas de tensión. Creía que la música debía tener voz propia, que podía dialogar con lo que se ve pero también sugerir lo que no se muestra.
A lo largo de su carrera recibió seis nominaciones al Oscar, diecinueve al Grammy y cuatro al Emmy. El reconocimiento más simbólico llegó en 2018, cuando la Academia de Hollywood le otorgó el Oscar honorífico por su estilo y su aporte a la evolución de la música cinematográfica. Lo presentó Clint Eastwood, con quien había trabajado en más de una docena de películas. En su discurso, Schifrin recordó que, cuando era chico, fue al cine a ver una película de terror y descubrió que lo que realmente lo asustaba no eran las imágenes, sino la música. Cerró con: “Recibir este Oscar es la culminación de un sueño. Es una misión cumplida”.
Su historia no se reduce a Hollywood. Dirigió orquestas en Viena, Londres, Tel Aviv, México, Houston, Atlanta y su Buenos Aires natal. Entre 1987 y 1992 fue director musical de la Filarmónica de París, creada especialmente para grabar bandas sonoras. Además, recibió el Lifetime Achievement Award de BMI, el Trustees Award de los Latin Grammy y el reconocimiento de la Society of Composers & Lyricists. Su catálogo supera el centenar de títulos, entre álbumes solistas, registros sinfónicos y soundtracks.
En el trato personal se mostraba meticuloso, reservado, incluso reacio a cualquier forma de autopromoción. Pero quienes lo conocieron de cerca coinciden en que era un obseso de la excelencia, alguien que concebía la música como una herramienta de pensamiento. Rechazaba el rol decorativo de la banda sonora y prefería entenderla como una capa narrativa más. Esa convicción le abrió el respeto de sus colegas, aunque también lo dejó en una zona algo ambigua dentro del circuito comercial: demasiado cerebral para la televisión, demasiado popular para el canon académico.
Nada de eso impidió que su obra se siga escuchando. Está presente en festivales de cine, en listas de reproducción, en homenajes orquestales y en partituras que hoy estudian nuevas generaciones de compositores. Lalo Schifrin murió este 26 de junio en Los Ángeles, acompañado por su esposa Donna, sus tres hijos -Will, guionista; Ryan, director de cine- y sus nietos.