
Labios rojos sobre pieles pálidas, la cultura del jet set europeo de los 50s y 60s, Catherine Deneuve y Elizabeth Taylor. La nouvelle vague convive con las películas de David Lynch, mientras suenan Fiona Apple, Joni Mitchell, Nancy Sinatra y The Sundays. Cadillacs descapotables, diners repletos de banderas estadounidenses, y el olor de Chanel Nº5; el jazz y el swing; las palabras de Sylvia Plath, Allen Ginsberg, Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud; las citas literarias de Vladimir Nabokov y su fascinación por la belleza trágica; la relación amorosa entre Serge Gainsbourg y Jane Birkin; las fotografías de Diane Arbus y su retrato de la alta sociedad; la estética post-punk y new wave de Siouxsie Sioux y The Cure; la tristeza y la nostalgia de Tumblr. Es en esa intersección de cultura pop, donde Elizabeth Woolridge Grant moldea su alter ego.
Tal vez el personaje de Lana Del Rey sea la encarnación de un sueño americano roto, o quizá sea la única forma en que Grant pudo compartir su arte, jugando con el anonimato al menos durante sus primeros años. Un alter ego que terminó por consumirla, al punto de volverlas inseparables. En menos de quince años, logró construir un universo propio, con una discografía de ocho álbumes y giras internacionales. Sin embargo, su camino al reconocimiento mundial fue duro, estuvo marcado por el desencanto y una búsqueda constante. Navegar contra la corriente del mainstream nunca fue fácil, pero ella supo mantenerse firme y hoy es una de las voces más influyentes del indie pop.
Nacida el 21 de junio de 1985 en Nueva York, la femme fatale de la melancolía, primogénita de una familia de clase media, mostró desde sus primeros años una afinidad natural por las artes. Su camino académico la llevó a estudiar filosofía en la Universidad de Fordham, mientras se involucraba en programas comunitarios dedicados a asistir a personas sin hogar y a quienes enfrentaban adicciones. Durante ese periodo, exploró su voz musical bajo diversos pseudónimos, en búsqueda de su identidad artística.


En 2010, bajo el nombre de Lana del Ray (una variante que corregiría poco después) lanzó su primer álbum con la disquera 5 Points Records. Canciones como “Yayo” y “Kill Kill” ya exhibían ese tono oscuro y distintivo que definiría su estilo, aunque el disco fue retirado del mercado debido a las limitaciones financieras de la compañía. Determinada a preservar ese material, Grant recompró los derechos y, dos años después, presentó Born to Die (junto a su versión deluxe Paradise), la obra que marcaría su debut oficial. La producción y los singles como “Video Games” y “Born to Die” abrieron una nueva perspectiva para el pop, mezclando la decadencia estética de Hollywood con una lírica melancólica y un aura de puro misterio.
Luego llegaron Ultraviolence (2014), Honeymoon (2015) y Lust for Life (2017), una trilogía que despliega la evolución artística de Lana en tonos cada vez más complejos y matizados. Pero ninguno de ellos logró replicar el éxito arrollador de su debut; las cifras de ventas comenzaron a descender y la recepción del público se volvió más esquiva e incluso crítica. La artista fue acusada de romantizar la violencia, de proyectar una figura femenina inaccesible y de glamourizar el consumo de drogas. La etiquetaron como “pura pose”, una niña rica jugando a ser trágica. Lejos de responder o dar explicaciones, se mantuvo distante, evitando entrevistas y estrategias mediáticas tradicionales de promoción. Prefirió la distancia, el silencio y un cierto rechazo al brillo mediático, abrazando una presencia artística que rehúye el centro del foco y se sostiene en su propio mundo.

Norman Fucking Rockwell! (2019), Chemtrails over the Country Club y Blue Banisters (2021), junto a Did You Know That There’s a Tunnel Under Ocean Blvd (2023), conforman la segunda parte de su historia artística: una etapa más madura y despojada de las leyendas adolescentes que en ocasiones la encasillaron en los clichés de la tristeza romántica. Las fantasías sexuales, la melancolía y el peligro inminente persisten como hilos conductores, pero ahora su voz se alza con una madurez resignada, marcada por el agotamiento, la desesperanza y la desilusión frente a lo que la rodea. Es un retorno a la densidad poética que definió sus inicios, aunque desde una perspectiva más cruda y menos idealizada, donde la complejidad de la feminidad sigue siendo un lugar donde se siente cómoda.
Podríamos decir que Lana es un personaje construido por Elizabeth para sobrevivir al mundo. Pero la realidad es que esa figura no solo fue un puente de escape para la neoyorquina, sino también para toda una generación que canta al amor, al fracaso y a la perpetua búsqueda de redención. Se atreve a ser ficticia, a ser contradictoria, y a responder con ironía a todo aquello que perdió el rumbo, convirtiéndose así en el espejo imperfecto de una época que añora lo que nunca fue.