
“No hay que irse muy lejos para ver a la ciudad desnuda. No hay que viajar en el tiempo para vivir el futuro”, recita Mariana Enriquez en “Futurista”, una de las canciones más filosas del último disco homónimo de Marttein. La frase, que en boca de cualquier otro podría sonar a una especie de falsa advertencia apocalíptica, cobra credibilidad cuando se la escucha después de ver a este músico de 23 años desmembrar en vivo su propia oscuridad en el festival Rock en Baradero.
Martín Olivera, el nombre detrás del alias, nació en Saavedra en una familia de clase media. La música y la literatura eran moneda corriente en su casa: una abuela pianista, un abuelo lunfardista que escribió libros enteros sobre un Buenos Aires que ya no existe, y una colección de discos donde te encontrabas con Joy Division, Sex Pistols y Queen. No es dato menor: la cultura le llegó antes que las preocupaciones por la cuenta bancaria, y esa mezcla le enseñó que los fantasmas pueden habitar tanto en una pensión de Constitución como en un hogar con patio y una Ford EcoSport estacionada en la vereda. Desde ese lugar, desarma el prejuicio instalado de que sólo se puede hablar de calle si se vive en ella.
En una lucha contra el fracaso, las etiquetas, y las contradicciones propias de una generación que heredó un país estallado, volcó todo en una obra conceptual. El álbum es una síntesis de géneros que siempre se llevaron muy bien: indie rock, hip hop, R&B y electrónica. Todo filtrado por la estructura clásica de la canción pop, pero pervertida con spoken word, samples cinemáticos y una lírica que mezcla terror y existencialismo suburbano. A pesar de que no necesita de más contenido para ser una pieza accesible, su propuesta va más allá. Marttein, una película argentina acompaña las nueve canciones con una narrativa visual donde un personaje – que no es él, pero se le parece demasiado – decide una tarde fugarse de sí mismo.
Durante varias horas recorre bares, calles, charlas fortuitas y encuentros fugaces con personajes de la fauna nocturna. Y al volver, no regresa ileso. Llega roto, física y mentalmente, como cualquiera que alguna vez se perdió una noche larga por la ciudad y entendió que, en Buenos Aires, el infierno y la fascinación se pisan los talones. En esa travesía, se topa con dealers de Renault 12 (interpretado por Dillom), presentadoras de televisión retro (Juana Rozas) y la voz omnipresente de Enriquez, que funciona como narradora en la sombra. La película es atemporal, sucia y tensa, con referencias explícitas a clásicos como Pizza, birra, faso (de Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, 1998), Picado Fino (de Esteban Sapir, 1998) u Okupas (de Bruno Stagnaro, 2000).

Desde sus primeros pasos en el circuito rave y la noche bolichera, fue moldeando una identidad que cambia al ritmo en que deja atrás al adolescente que fue. Antro (2017), Guerra (2018) y Némesis (2019), su primera trilogía, funcionaron como radiografías que encontraron un giro en Romántica (2021), donde empezó a despegarse de los nombres de su generación. Hoy, ya no es promesa: es un nombre convocado en los festivales más importantes del país, con una mística que da a culto en proceso.
Cuando se quita la máscara
En vivo, despliega un show hipnótico. Provoca y sacude sin necesidad de sobreactuar ni de jugar al snob. Entrega una interpretación que es tanto concierto como performance. Pero cuando las luces del escenario se apagan, el personaje cede espacio al real: queda Martín. Sin remera, con un vaso de gaseosa en mano, hundido en una silla plegable mientras la noche bonaerense sigue su curso allá afuera.
Hace apenas unos minutos, sobre el escenario “Del Parque” del Anfiteatro Municipal, había montado su propio paisaje devastado, un relato sombrío sobre la ciudad y sus costados más sucios. Ahora, en el backstage, habla sin poses de su necesidad de incomodar, de contar historias que no se puedan deslizar de largo, que obliguen a mirar donde no se quiere mirar. De esa metrópoli que se vende como postal de bohemia, pero esconde una miseria emocional que nadie se anima a señalar.
¿Con quién te llevás mejor: con Martín, la persona, o con Marttein, el personaje?
La verdad es que no los tengo tan separados. Son como diferentes oficios que uno ejerce: interpretación, actuación… pero están bastante relacionados. Ambas construcciones conviven. Tal vez Marttein sea una exageración de algunas cualidades mías o de emociones que tengo. No es que de repente corte una cosa para hacer la otra, pero tampoco me confundo. Mi persona es mi persona, y mi personaje, o mi figura construida, es otra. Aunque al final, todo forma parte de un mismo universo.
¿En qué aspectos de tu vida sentís que se cruzan esas dos construcciones?
Creo que hay cualidades mías que están potenciadas en Marttein, y también hay cosas que me hubiera gustado hacer y no pude, o formas en las que me hubiera gustado ser y me contuve. Hay un montón de cosas contenidas y expresadas en ese personaje. De alguna manera, es como una vía de escape, una segunda voz que me permite explorar lo que no pude o lo que no me animé a ser.
El fracaso es un tema presente en tus canciones. ¿Cómo te llevás con esa sensación, teniendo en cuenta lo joven que sos?
Todo esto nació un poco de sentir esas presiones. Presiones que me ponía a mí mismo y también las del entorno, la idea de ser exitoso, de llegar a algún lugar en la vida. Y, de repente, me encontraba con trabas o situaciones que no me dejaban alcanzar eso. Fue de ahí de donde surgió toda esa temática: de sentirme así y de pensar, durante mucho tiempo, que la música, que es lo que yo quería hacer, no era viable. La veía como algo utópico, sin sentido, a lo que le venía poniendo energía hace años.
Entonces, esa conversación conmigo mismo se fue transformando. Hablando de todo esto, empecé a construir otra cosa. Y creo que no sólo me pasa a mí, sino que le pasa a mucha gente, no solo con la música, sino con un montón de cosas en la vida. Ese proceso me permitió arrancar un recorrido más lindo en mi carrera, y lo más importante, en la resonancia con la gente que se acercó a mi música. Y, bueno, hubo algo bastante paradójico en todo ese camino.
¿Sentís que el arte sigue siendo un espacio para expresarse libremente? ¿Hay limitaciones por presiones sociales o comerciales?
No, yo creo que presionado no está nadie. Si alguien dice algo, lo dice porque quiere decirlo. Y si lo dice sabiendo que eso lo puede llevar a algo bueno, está en plena conciencia de hacerlo. No creo que haya alguien que te limite o te imponga trabas reales para expresarte.
Ahora, si alguien te quiere limitar y vos de verdad querés decir algo, entonces hay que corregir esa situación. Creo que cada uno puede decir lo que quiere, pero también está en cómo lo dice. La forma es importante. Lo que uno expresa no tiene que ser solo una descarga personal, también tiene que ser comunicativo, generar resonancia, llegarle a alguien.
Para mí, un artista no debería ser una figurita lejana, una postal fuera de la realidad. Debería estar cerca de cómo hablamos, de cómo sentimos, de lo que vivimos. Eso es lo que hace que el arte siga teniendo sentido: esa conexión.
¿Qué sigue ahora para Martín después de Baradero?
Estoy contento porque hace poco salió un tema con Juana Rozas, que para mí es el mejor que hicimos juntos. Está en su disco Tanya, y me encanta. Además, tiene un video mediometraje con una narrativa increíble, llena de piezas que se complementan perfectamente. También lanzamos recientemente una sesión con tres reversiones de temas del álbum, grabadas en un estudio con instrumentos en vivo. Y lo próximo… este año tengo dos proyectos grandes que me tienen muy entusiasmado y que van a salir pronto. Así que pronto van a poder ver qué se viene.