El nuevo álbum de David Bowie, Blackstar, empieza con una ejecución, y partir de ahí las cosas se ponen más oscuras. Su 25º disco de estudio tiene siete temas, que alcanzan para pintar una atmósfera de terror, muerte y desmembramientos. Abre con el título homónimo, cuya escena se establece a luz de las velas: «On the day of execution/Only women kneel and smile” (“En el día de la ejecución/ Sólo las mujeres se arrodillan y sonríen”), dice la canción. Imágenes de sadomasoquismo y castración invaden las letras de Tis A Pity She’s a Whore. Lazarus es narrada más allá de la tumba, por un fantasma que deja caer su teléfono celular desde el cielo, sumando a la cantidad de muertos. Hay una balada de asesinato, Sue (Or in a Season of Crime), y una canción amenazante cantada mayormente en Nadsat, el idioma inventado por Anthony Burgess en La Naranja Mecánica («Choodesny with the red rot/Libbilubbing litso-fitso”), silba Bowie.
El álbum termina con la revoltosa I Can’t Give Everything Away, que parece ofrecer cierto alivio entre tanta desolación, hasta que se escucha más en detenimiento: «The blackout hearts, the flowered news/With skull designs upon my shoes.» (“Los corazones apagados, las noticias floridas/ con diseños de cráneos sobre mis zapatos.”). Es tentador decir que Bowie está canalizando el espíritu de la época, rellenando canciones con la furia y el temor del azotado mundo de 2016 (Bowie le ha dicho a Donny McCaslin, el saxofonista de jazz cuyo cuarteto participa en Blackstar, que el título de la canción se refiere a Estado Islámico). Por otra parte, para Bowie, semejante cuestión no es novedad. Desde el malogrado astronauta de Space Oddity a los amantes acobardados debajo de balas voladoras en Heroes, gran parte de su mejor música estuvo cargada de violencia y condenas.
En cualquier caso, un oyente podría dejar el significado preciso del álbum para los analistas más especializados de Bowie. Lo que llama la atención en Blackstar no es el sentido sino el sonido: lo estruendoso, el gruñido y el chirrido de la música, que es tan potente como cualquiera que haya producido en mucho tiempo. (Está mucho más enfocado que The Nexy Day, el atractivo pero irregular regreso de 2013). Mucho se dijo sobre su decisión de contar con colaboradores jazzeros, pero llamarlo un álbum de jazz sería el mismo error que llamarlo art rock, funk o electrónica, aunque todos estos estilos se agitan en la mezcla.
Blackstar es inconfundiblemente el disco de una banda, luciendo un grupo de músicos talentosos que están cómodos transitando los caminos armónicamente rebeldes de las canciones. Junto con el histórico e intrépido productor y mano derecha de Bowie, Tony Visconti, entregan un álbum distintivamente misterioso y muscular.
Se puede escuchar esa química en el tema homónimo, que justifica la extensión de nueve minutos, moviéndose desde una intro tartamuda, atacada por los bocinazos de saxo de McCaslin, pasando por una balada soul y después por una siniestra coda. El efecto combinado es gótico, entendido como la Catedral de Chartres: la canción es un gran edificio, ornamentado con agujas y gárgolas, con bóvedas altísimas debajo, donde la música lanza ecos y aullidos.
Nada en Blackstar encaja mucho con lo majestuoso y raro del tema de apertura, pero al menos todo se le acerca. Especial crédito para la sección rítmica, el bajista Tim Lefebvre y el baterista Mark Guiliana, que encajan en las ranuras de Bowie guiando la música en la dirección de un funk escalofriante. Después está el guitarrista Ben Monder, que interpreta el papel de Robert Fripp de manera impresionante en canciones como Lazarus y en la adorable Dollar Days, con una combinación lírica de delicadeza y estrépito.
Los especialistas en Bowie ya están comparando el álbum a sus grandes experimentos berlineses Low y Heroes. Es crédito de Bowie que las comparaciones no encajen del todo. Blackstar es una cosa extraña y perversa, la más reciente movida de una carrera ilimitadamente impredecible.
Bowie cumple 69 años el día del lanzamiento, y todavía sigue tan comprometido con lo novedoso como cualquiera en el pop. Incluso sigue siendo un poderoso y efectivo cantante, mostrando todos sus trucos en Blackstar. Susurrando, gorjeando, gritando y soltando su canturreo de barítono romántico, nos dice cosas como “Quiero águilas en mis sueños y diamantes en mis ojos”. Esa línea es una de las más esperanzadoras en un disco desconcertante, un álbum que te mantiene clavado incluso cuando te arrastre hacia afuera.