No es obstinación, es convicción: Guillermo Bonetto siempre está buscando un cambio, una salida alternativa, una opción mejor para lo que es ahora y puede ser distinto mañana. La reunión está pactada para las 12. Media hora después llega él, porque es músico. No, porque se le rompió el auto. No putea, se ríe y pide disculpas varias veces. Ordena un tostado de jamón y tomate que se enfriará ahí, solito, aburrido, durante la próxima hora y un café con leche que sufrirá el mismo destino. Entre risas, se dice a sí mismo: “Tengo que cambiar el auto”. Ahí están siempre ellos, los cambios, al acecho.
A lo largo del encuentro, su teléfono sonará varias veces. Está en esos momentos en que el músico es muy requerido. El tostado que se enfría, se ve, es lo menos urgente en este momento.
De urgencias estuvo hecho el álbum. El tiempo apremiaba y las canciones no llegaban. Veinte días encerrados en el estudio solucionaron todo. “Necesitamos varios ingenieros simultáneos en este disco, porque se nos empezó a contraer el tiempo. Nos fuimos colgando, más que nada por compromisos y giras”, explica Bonetto. El resultado es una de esas obras que se vuelven un clásico automático para los seguidores de la banda. Sin embargo, lograr eso, un público fiel y atento, no fue nada fácil. Desde 1987, año del comienzo de la banda, hasta acá, hay muchas cosas que se modificaron.
“Cuando empezamos, éramos exclusivamente público y fans de la música que nos gusta, y no teníamos mucha idea de la proyección que podía tener eso, la proyección que podía tener permitirse soñar y delirar”. Cuando eso queda claro, cuando el potencial es más presente que condicional, todo cambia. En 2004, con la salida de ¿Quién da más?, la historia con la que habían nacido se revirtió: de un entorno sin cultura reggae pasaron a ser la banda más importante del género en el país. “Con el tiempo, uno descubre que es importante lo que tiene para decir”, justifica Bonetto.
Pero eso que hay para gritar, para susurrar, para protestar, a veces no se puede cantar. “Como cantante sufrí mucho por querer encontrar mi voz, porque no era ninguna voz que yo conocía, era una voz nueva. No se parecía a nada o no se parecía a lo que yo quería”, dice y continúa: “Lo bueno es que me seguía gustando cantar, por eso pude continuar”. Y allí, en la persistencia, en la lucha contra los demonios personales, es donde el hombre gana: “Más allá de lo que uno pueda juzgar de sí mismo, cuando uno puede expresarse, aunque sea por mero desahogo, está haciendo una tarea importantísima. Eso es lo que se aprende con el tiempo: a valorar la pisada que estás dando”.
Pero claro, en esa sumatoria de contratiempos, el suelo se hizo fangoso: Los Cafres no solo tenían un cantante disgustado consigo mismo en un contexto que desconocía su propuesta, sino que además hacían música de negros, tocada en el Caribe y en Inglaterra, y cantada originalmente en inglés. “Nosotros no contábamos con nada de eso –comenta él–. Pero sí tenemos todo el resto, somos seres humanos”.
Y a partir de esa máxima, esa característica compartida con, obviamente, el resto de la humanidad, es por donde empezaron a trabajar esa transformación, de un ritmo foráneo a un sonido personal. Lo fueron haciendo propio, “con pasión, con amor y con deseo”. Porque hubiera sido mucho más fácil elegir el rock, buscar el blues o el heavy. Pero no, momento, porque ellos no lo eligieron: “No analizamos la situación, fue una compulsión. Igual que el hecho de ser músicos, la mayoría de nosotros no tuvo estudio musical desde chicos, fue algo que surgió así”.
A partir de ahí se generó el cambio: desde la sensación de que aquello no era realmente algo prestado, sino algo sumamente íntimo, algo con lo que estaban comprometidos aun sin buscarlo. Entonces, la búsqueda no era personalizar el ritmo, sino hacerlo sonar bien. La parte más difícil fue el idioma: “Yo me acuerdo de que no me gustaba nada de lo que había para escuchar. Lo único eran los Cadillacs. Rubén Blades también me servía como ejemplo. El resto de la música en español me parecía música de novelas, me parecía un asco, me ponía los pelos de punta. Ese no era el reggae que yo escuchaba”. La repetición hizo el hábito y la práctica hizo llegar la canción. Empezó a jugar con el rap y las palabras brotaron con más fluidez. A partir de allí, había que darle contenido: “La temática siempre nos pareció fácil porque nunca hablamos de algo que no nos perteneciera. Si bien éramos chicos, lo que decíamos era bien en serio. Siempre hablábamos de algo y de algo bien nuestro”.
Con la fonética resuelta y el sonido manifestándose, otra arista fundamental del reggae empezó a ejercer su fuerza de atracción. Porque históricamente, el ritmo carga con un mensaje contestatario que lo vuelve distintivo, trascendente y más pesado. Y en esa característica también hay una herramienta de cambio. “No soy de esos que piensan que el arte debe ser una posibilidad de cambio social, sino que creo que lo es. Ya por el hecho de la posibilidad de implantar una idea en alguien por medio de algo tan bello como puede ser una melodía, estás generando un cambio. Hables de lo que hables”. Y rápidamente, de esa forma de inception social, Bonetto evoluciona a un pensamiento personal. “Yo siempre digo que somos como abogados, de lo malo hacemos cosas buenas”, comenta, mientras piensa en esas crisis que se manifiestan papel en mano y melodía en boca. “La música me ha servido un montón como catarsis. Una vez que conocés eso, ya lo usás a tu favor, lo buscás”, explica.
De reggaeman a músico
Una vez adoptada la forma de vida de la música reggae, todo empezó a girar en torno a eso. Para Bonetto, el reggae es su catarsis, sí, pero también su distracción, su trabajo, su hobbie, su día a día. Y es cierto, aun así, él no cumple con los estereotipos que supuestamente impone el género: hoy lleva el pelo cortito en lugar de dreadlocks, usa un pulóver ligero y nada con franjas y colores amarillos, rojos y verdes, y tiene un tostado ya helado en lugar de un porro humeante. Pero, aun así, siempre vuelve a las raíces: “Amamos el reggae, no podemos escapar de él. Nos encanta. A mí, cada vez me gusta más”, dice y se alegra. Aunque ahí nomás, aclara: “Pero la música no es una etiqueta”.
Aquello que nació como una hermandad irrefrenable con el estilo se volvió obsesión y fanatismo para él: “Yo era el más cerrado de toda la banda respecto a lo que era reggae y lo que no”. Con el tiempo, eso cambió y “ahora es un tema que no me importa”. Por eso pasa sus días haciendo girar sus discos de jazz y, si se lo permite el sistema de su auto, viaja escuchando a Spinetta. “Un poco por accidente, fuimos muy permeables a todas las influencias que hemos tenido en nuestra vida. Y eso enriqueció mucho a Los Cafres”, dice. Y después de tanta reivindicación de su género durante tantos años y de haber generado un lazo tan fuerte con él, una vez más, hay algo que ha cambiado: “No tenemos un estilo ni sabemos qué estilo tenemos. Hay un estilo que subyace, pero ninguno de nosotros sabe qué vamos a hacer el disco que viene”. Al fin y al cabo, aun sin educación formal en el mundo de la música, él, ellos, también han evolucionado. “No tenemos una desesperación por ser raros. Al contrario, lo que queremos es hacer buena música. Y ser sintéticos. Tratamos de bajar un cambio con la locura”.
La pausa. Evidentemente, el silencio es una cuestión importante para él, no solo para su música, sino en su cotidiano. Cuando habla, hay palabras y pausa en igual cantidad. Termina de decir lo suyo y nadie habla. Porque él planea seguir. Solo se está tomando su tiempo: “Al momento de componer, hay un secreto muy valioso. Pensar por qué te gustó esa melodía, qué sentía tu cuerpo con ella. Tu cuerpo sabe más que tu cabeza. Tiene información que nosotros no entendemos, información ancestral, del ADN, no sé lo que es. El cuerpo sabe lo que le gusta, porque eso se transforma en sensaciones”. Y el silencio tiene su turno de nuevo. Es más, dirá más tarde, casi al pasar, algo que explica esa constante: a él no le molesta barrer, es más, lo disfruta. Barre y piensa, piensa y barre, como en un monasterio, como aquel monje que busca la actividad mínima para alcanzar la iluminación máxima.
Y mientras explica eso, aflora otro tema: “Tengo una relación muy fuerte con la religión. Me refiero más al concepto zen. El respeto por la existencia. Sobre todo, la respeto por los esfuerzos. El esfuerzo de estar vivo, el esfuerzo que cada uno hace en su vida, en cada acto. Soy súperreligioso en ese sentido, estoy todo el tiempo tratando de mantenerme lúcido”. Y esa idea se traduce en acciones reales sobre su realidad, la mayoría de ellas ya mencionadas: su charla es acompasada y suave, habla mirando a los ojos y disfruta de cada sorbo de ese café frío.
Casi no hace falta responderle, él dirige la charla, no bajo el tono de la imposición, sino más bien como una reflexión. “La condena máxima es nuestro deseo, el deseo de tener lo más lujoso, toda esa fantasía, esa pedorrez. Eso genera esta velocidad, esta locura, esta mala onda. Siempre queremos más porque nos sentimos insatisfechos”. Y una vez detectado ese problema, el de la vida cotidiana, sigue: “No sé cuál es el secreto para desactivar eso, pero seguramente está en bajar un cambio. Acercarse más a este momento, vivir este momento sin estar haciendo tantos cálculos”.
Y a continuación, Bonetto se acerca al axioma fundamental de toda la charla, de todo el concepto del cambio y, también, de su música: “Creo que uno tiene que dudar de todo. La duda está tomada de una forma muy negativa y es lo más sano que tenemos”. Por eso ha elegido el reggae frente a la música dominante de su tiempo, por eso ha entendido que puede cambiar de parecer y ser más abierto, ha buscado el éxito y la aceptación con fervor y lo ha conseguido. “Tienen razón los budistas cuando dicen que la causa de todo dolor es el deseo”, comenta, y piensa en esas ganas de siempre querer más, esa búsqueda compulsiva de primero sacar un disco, después sacar uno mejor, después ser aceptado por el público, para vivir de la música y después para vivir más cómodo. Pero respaldando su palabra reciente, una vez más, duda y propone un cambio: “Aunque esa idea de los budistas es algo con lo que no estoy del todo de acuerdo, porque el deseo también es lo que nos mueve, esa inconformidad es lo que nos genera esas ganas de hacer algo”. Y él es la prueba viviente de esa idea.