
Corría el 2012 cuando escuchamos good kid, m.A.A.d city por primera vez. Un disco que no necesitaba mucha explicación de su autor. Se narraba a sí mismo. La ciudad de Compton tomaba el protagonismo como laberinto de violencia, redención y espiritualidad. La crudeza era el recurso a través del cual la juventud afroamericana podía reconocerse. Con temas como «Swimming Pools (Drank)» y «Bitch, Don’t Kill My Vibe», exploraba la dualidad de crecer en un entorno hostil, donde la autodestrucción y la autoconciencia eran sus mayores enemigos. Tres años después, y en esa misma línea, To Pimp a Butterfly se presentó contra el racismo sistemático. El jazz, el funk y el hip hop se trenzaban como raíces negras en homenaje a sus ídolos, entre ellos, 2Pac y Miles Davis. “Every nigga is a star” («Todo negro es una estrella»), recitaba la canción inaugural del álbum, «Wesley’s Theory». El mensaje llegaba solo: ser artista afrodescendiente en Estados Unidos es debatirse entre la fama y el sentido de comunidad.
En 2017, el existencialismo urbano alcanzó su punto más crudo con DAMN.. Una trama fragmentada, como una película en reversa, con una coherencia que da paso a una angustia visible en sus letras. ¿Cómo es posible redimir al hombre si el hombre mismo es el caos? La portada, ya adelantaba su contenido. El héroe está roto y la liberación no es un privilegio garantizado. Media década más tarde, se desmantelan nuevamente esas contradicciones con Mr. Morale & the Big Steppers. Utiliza las melodías de canciones como «N95» y «Count Me Out», para preguntarse si el éxito y la integridad pueden coexistir en un mundo donde el poder corrompe hasta al espíritu más noble.
Estos son solo capítulos de la extensa discografía de Kendrick Lamar, que también incluye Section 80 (2011), Untitled Unmastered (2016) y su reciente GNX (2024). Para pensar en la música del rapero, quien cumple 38 años este 17 de junio, vale la pena detenerse en uno de los pilares fundamentales de su carrera: la necesidad de crear “proyectos conceptuales”, esa palabra que se puso de moda en boca de varios músicos pero que pocos logran comprenderla del todo. Desde sus primeros años en la escena, el rapero demostró que no se conforma con el formato tradicional del álbum como mero contenedor de canciones; su obra aspira a ser un relato cohesivo, una crónica que une lo que le sucede a nivel personal con lo social.
¿Por qué esa insistencia? Porque para Lamar, la música nunca fue solo un juego o una fórmula para pegarla. Es algo mucho más serio. Es una forma de expresar lo que duele, lo que pesa, lo que está roto. Es una manera de documentar su propia historia y, al mismo tiempo, la de millones que se ven en sus letras. No busca simplemente acumular números o premios; su objetivo siempre fue más profundo, casi como una necesidad de dejar algo real y duradero. Y ser la voz de una generación no es tarea sencilla. No está ahí para darnos respuestas simples o moralejas tranquilizadoras. No hay fórmulas mágicas ni redenciones de manual. Hay dudas, hay heridas que no cierran, hay preguntas que siguen abiertas.
Ese compromiso con la verdad y la coherencia es lo que hace que escuchar sus discos no sea un acto casual. Kendrick exige que estemos ahí, presentes, con atención, casi como si se tratara de un ritual. Y en esta búsqueda, no está solo. Artistas como Beyoncé con Lemonade (2016) y Frank Ocean con Blonde (2016) también comprendieron que cuando la música se convierte en la voz de comunidades marginadas, la superficialidad queda descartada.