Dos trenzas alrededor de su cabeza, un huipil mexicano de tonos ocres sobre una camiseta, una larga pollera negra, su cuerpo de haiku: Natalia Lafourcade está plantada sobre el escenario del Gran Rex y de alguna manera tiene sus pies en el barro milenario de la canción latinoamericana.
En un pequeño guiño local lo primero que asoma es un bandoneón (a cargo de Tomás Méndez) para, luego de un breve instrumental, mandarse con «Recuérdame» y «Mexicana hermosa». En apenas dos canciones, ella ya plantó bandera: es su voz la que se descubre cada vez más grande. Tanto como intérprete de grandes tonadas del cancionero popular latinoamericano como de las suyas propias, Lafourcade se inscribe en esa larga tradición de cantoras latinoamericanas, ensanchando el viraje que le dio a su recorrido desde el homenaje a Agustín Lara en Mujer divina (2012), pasando por Hasta la raíz (2015), hasta sus recientes dos volúmenes de Musas, junto a Los Macorinos. Y es sobre ese cuarteto que se apoya gran parte del recital.
Acompañada por un ensamble de guitarra, bajo, batería, teclados, percusión y vientos (trompeta y flugelhorn a cargo del genial Alfredo Pino), sigue con tres versiones hilvanadas casi sin respiro: «Tú me acostumbraste» (Frank Domínguez), «Soledad y el mar» y «Que he sacado con quererte» (Violeta Parra), uno de los puntos más altos del show en una versión oscura y con samplers incluidos. “Vulnerable, rota, feliz, enamorada, enamorándome”, describe Natalia. Así, dice, es como se ha sentido cada vez que vino a Buenos Aires –y pasaron trece años desde la primera vez–. El grueso de lo que resta del primer tramo estará casi todo dedicado a Hasta la raíz –además de la canción homónima al álbum, que despierta el primer canto colectivo del público, suenan “Lo que construimos”, “Ya no te puedo querer”, “No más llorar” (Sí, aquel es un disco de duelo) –. Después de esa seguidilla “Casa”, “Amarte duele” y “En el 2000” aportan el latido decididamente pop de la noche.
Natalia suena fresca cuando se manda por fuera de los registros, cuando corre esos riesgos, cuando lleva su voz a donde quiere: al melodrama del bolero mexicano, al arrastre y la cadencia de los folclores. En definitiva, a las canciones, que es lo que a Natalia le importa. Está abrazando una tradición musical. Es tropical la noche que cae en Buenos Aires y ella no necesita mucho: un baile austero, pequeño pero hermoso y todo late.
Antes de que una veintena de mujeres suban al escenario, las miradas y las risas se las lleva un niño con sombrero, jardinero y guitarra que, invitado por la propia Lafourcade, baila a su propio ritmo.
Nuevamente bajo la intimidad de bandoneón y voz, la segunda parte empezó con “Currucucú Paloma”. Sube Abel Pintos y en una especie de careo cancionístico, ambos interpretan una enorme versión de “La llorona”. “Duerme, Negrito”, “Tus ojitos”, “Soy lo prohibido” (“Esta canción es un peligro total”), “Mi tierra veracruzana”, entre otras, encaminan hacia el final. El baile se desata con “Tu sí sabes quererme”, aunque se desarma con “Ella es bonita”.
Una larga ovación, en la que asoma una mano que le deja en el escenario el pañuelo verde que simboliza la lucha por la legalización del aborto, la hizo volver y solo con guitarra y voz, se despide con “María Bonita (Agustín Lara). Apenas antes había dicho: “Muchas gracias, soy Natalia Lafourcade”.
Los sueños se cumplen, gracias Abel. Será una gran noche.